A continuación les presentamos la Homilía de Monseñor Raul Corriveau en la misa funeral de nuestro compañero Pierre Drouin pmé, quien falleció el pasado 26 de octubre en Canadá.
Dicha misa se realizó en la parroquia La Guadalupe, en Tegucigalpa, con la presencia de varios pmé y asociad@s, asi como también de muchas personas cercanas al padre Pedro.
Lecturas:
1 Ts 4, 13-14, 17b-18
Jn 11, 17-25
“Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá” (Jn 11, 21). En estas palabras de Marta, la hermana de Lázaro, se expresan dos sentimientos que nos embargan en estos momentos: dolor por la separación de un ser querido y, a la vez, esperanza firme de que se trata efectivamente de una separación, pero no de una pérdida. La vida humana es demasiado valiosa para desaparecer sin dejar huellas.
Los cristianos creemos que la muerte no es término, sino tránsito; no es ruptura, sino transformación. Y esto aparece muy claramente en un prefacio de la misa de difuntos: “Para quienes creemos en ti, Señor, la vida no se acaba, se transforma”. Creemos pues que, cuando nuestra existencia temporal llega al límite extremo de sus posibilidades, en ese límite se encuentra no con el vacío de la nada, sino con las manos del Dios vivo, que acoge esa realidad entregada y convierte esa muerte en semilla de resurrección.
La muerte es ciertamente la crisis radical del hombre. Alguien ha dicho irónicamente que la muerte es la expropiación forzosa de todo ser y todo el haber de los humanos. Es además una crisis irrefutable, a la que difícilmente podemos responder; quitándoles el ser, la muerte les quita también la palabra; es muda y hace mudos.
Sólo Dios puede responder a esa interpelación. Si realmente es Dios fiel y veraz, el Padre misericordioso, el amigo y aliado del hombre, no puede contemplar indiferente lo que le ha ocurrido a su hijo. Dios está ahí para responder por él; y su respuesta es el cumplimiento de la promesa de vida y de resurrección.
Pablo decía a los fieles de Tesalónica, en una situación parecida a la que ahora estamos viviendo: “No se aflijan como los hombres sin esperanza” (1 Ts 4, 13). El Apóstol no prohíbe a los cristianos su tristeza; pero les advierte que la suya no tiene por qué ser una tristeza desesperada. A la separación sucederá el encuentro, en un plazo más o menos próximo, pero en todo caso seguro y ya a salvo de toda contingencia.
El cristiano, como Cristo, no muere para quedar muerto, sino para resucitar. La vida no cae en el vacío, en la nada. El cristiano la devuelve a su Creador y en Él alcanza esa plenitud de ser y de sentido que es la vida verdadera y que llamamos vida eterna. Porque, notémoslo bien, no hay dos vidas, ésta y la otra; lo que se suele designar como “la otra vida” no es, en realidad, sino esta misma vida que alcanza su plenitud, la que había comenzado con el bautismo y la fe (“quien cree posee la vida eterna”, cf Jn 5, 24) y que ahora se consuma en la comunión inmediata con el ser mismo de Dios.
Por otra parte, estamos reunidos aquí también para rezar por nuestro hermano Pedro. La separación que la muerte representa no significa que Pedro queda ahora fuera del alcance de nuestro amor. Nuestro amor le llega, en la medida que lo necesite, en forma de oración. Y es toda la Iglesia la que ahora se une a nosotros, avalando, con su intercesión, a este hijo suyo en el momento crítico de su comparecencia ante Dios.
No comparece en solitario; nosotros estamos con él, la Iglesia está con él, y evoca para él las palabras consoladoras del evangelio: “Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; pasa al banquete de tu Señor” (Mt 25, 21).
Con estos sentimientos de dolor esperanzado, de amor solidario, participemos en la Eucaristía que ofrecemos ahora en sufragio de nuestro hermano Pedro, Una Eucaristía que es celebración de su encuentro con Cristo y a la vez expresión de nuestra fe profunda en la resurrección.