Calculamos frente a nuestras mesas sobre lo que conviene. Como inversores de bolsa, o agentes inmobiliarios. Especulamos sobre valores que pretendemos definir, como guardianes de ventajas aprendidas ocasionalmente, provechos que no sabemos cómo preservar muy bien. Indiferentes ante la herida de la carencia ajena que no logramos mirar ni entender. Y de pronto se acerca un niño agrietado que vende curitas, o un desconocido que nos mira como sabiéndolo todo, o aquel que estuvo siempre pero nunca advertimos y escuchamos una llamada que llega de alguna parte en voz conocida pero nueva. El instante supremo de capturar el sentido hondo de la existencia.
Lo que importa. Auténticamente. Y lo replegado se despliega, se abre hacia los demás. Lo extraño se vuelve propio. Se abandona sobre la mesa nuestra miseria con sus sombras. La luz se enciende y miramos. En un segundo vemos todo. Y nos embarga la alegría y el deseo de gritar que nos desamarramos del inversor inmobiliario.
Los que se niegan a sacar las manos de sus bolsillos, o los que no se sintieron mirados por esa dimensión ética tan profunda y esencial, preguntan si estamos seguros de ver lo que no puede verse, de tocar lo intangible. Preguntan si no dudamos de lo que en realidad no puede explicarse bien. ¿Cómo se gestó el disfrute en este inédito desembolso? ¿Por qué causa alegría correr hacia la entrega que nos requiere? ¿Por qué el amor nos induce, nos persuade, nos convence?
Quién sabe.
Quién sabe por qué creemos los y las que creemos que algo bueno puede ser posible si nos derramamos en ello.
Será que los satisfechos no necesitan aventurarse. Los que se sienten saciados no desean correr los riesgos. Será que cuando el futuro se dibuja parco o indiferente, no demanda el esfuerzo de mantenerlo abierto en el ejercicio de lo imposible. Porque la esperanza es una audacia que no todos se atreven a tener.
Laura Abate, Argentina