Juan 12:1-11
Mientras mi amado está sentado a la mesa
Mi nardo esparce su fragancia. (Cantares 1:12)
Una sensación fresca cayendo por los pies. Un bálsamo. Aroma y ungüento. Es el perfume
relacional, sinestésico, de la sensualidad amorosa. Es el lenguaje del amor. Sentir el amor con
el cuerpo, en el cuerpo, desde el cuerpo. Escandalizar a los presentes y a los doctores de la ley.
A escribas y fariseos. Escandalizarlos a todos. Una mujer, en ese momento, en ese lugar,
percibe los tiempos que se avecinan, sabe que Jesús está para morir y la sobrecoge una
intuición certera: ese cuerpo querido pronto va a ser un cuerpo muerto. Algunos esperaban un
milagro de último momento que no les desalentara sus ilusiones: ¡Era el maestro! ¡Nos dijo
que era Dios! Pero ella, en cambio, sabía. Se aproxima la intemperie de Jesús, el abandono y el
Sabactani. El momento crucial de su humanidad más descarnada. El vaciamiento total de su
ser dios, la asunción más cabal de su ser nosotros: morirá.
Prepara el perfume del amor, ese del novio y la novia, y lo convierte en rito funerario. O vuelve
un rito funerario en una escena de intenso amor, incluso con su cuerpo, cuerpo de mujer. Y
Jesús la deja. Y Jesús se deja.
Ese cuerpo femenino antes silenciado ahora está teologando, desplomado entre nardos
fragantes, preparando al que va a morir crucificado como un reo.
Su teología dice que ama con audacia, incluso para romper los cánones de una sociedad de
hombres para hombres.
Su teología dice que ama con encarnadura, que sin cuerpo no hay amor, que sin cuerpo no hay
alma ni espíritu ni soplo vivificante.
Su teología dice que la preparación de ese cuerpo amado con el mejor perfume es porque
existe —débil o fuerte— la idea de algo más.
En la mesa, junto a ellos, está su hermano vuelto a la vida. Y, entonces, acaso exista una
expectativa para todos los que mueren. Acaso ese cuerpo amado podrá sentarse a otras mesas
festivas con ellos. Acaso de eso les haya estado hablando Jesús todo este tiempo sin que le
entendieran lo suficiente.
Se acercan horas de intenso dolor y desesperanza. No hay nada más terrible que la muerte.
Pero ella, la teóloga del cuerpo, empieza a creer que volverá a abrazar esos pies algún día.
Eliana Valzura, Argentina