Lo vi llegar por el camino y el corazón me dio un vuelco. Sabía de su fama: “es amigo de los pobres”, decían, ¡pero era judío! ; “bendice a los niños”, ¡pero era judío!; “cura a los ciegos y a los mudos”, ¡pero era judío!
De todas formas, ¡yo soy madre!, me dije. Y empecé a gritar: «¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está malamente endemoniada!» Él se hizo el sordo. No quería oírme y me dolió en el alma.
Es judío, me volví a repetir. Yo soy cananea y además mujer. ¡Pero soy madre! Y, por eso corrí y escondiendo mi rabia bajo el velo, me postré ante él: «¡Señor, socórreme!» Él me respondió: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos.»
¿A los perritos? ¡Me está llamando perra! Este judío es como todos: no entiende, su orgullo de raza lo ciega, desprecia a los que no son como él. ¡Pero yo soy madre!
«Sí, Señor pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.»
El silencio que vino luego me dejó sin respiración. Estaba tan humillada y dolorida que me pareció eterno. Entonces Él me respondió: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas.»
¿Mi hija curada? ¿De verdad? ¿Era cierto? Levanté la vista y las lágrimas apenas me dejaron verle, pero supe que era verdad. Y además supe que se había producido el otro milagro. Ya no era el judío orgulloso que conocí. Era el hombre que se había dejado cambiar por una mujer extranjera y que ya nunca sería el mismo. Supe que se llamaba Jesús y, mientras se lo contaba a mi hija, le hablaba del judío bueno, del comprensivo, del compasivo, del misericordioso, del Hombre con Corazón.
Matilde Moreno rscj