El año litúrgico termina con la fiesta de Cristo, Rey del universo. No está de más recordar cómo vivió Jesús a quien proclamamos Rey. De allí, podemos sacar grandes lecciones para nuestra forma de ser como hombres y mujeres, y como cristianos y cristianas, tanto si somos humildes ciudadanos como si somos jerarcas civiles y religiosos.
Jesús fue claro en decir que en su Reino los primeros serán los últimos y que los más importantes son los pequeños, los marginados y los pobres a quienes debemos servir. Los que tenían poder y lo ejercían para defender intereses económicos incluso con el uso de la fuerza militar no entendieron su propuesta y su lógica fue declarada herética y diabólica.
La misma vida de Jesús sirve de ejemplo para quienes esperamos un mundo de paz y de fraternidad. “Siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo… se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”. (Fil. 2,6-8). Nuestro rey nació como un pobre. No tuvo techo donde cobijarse. Vivió en la pequeña aldea marginal de Nazaret. Trabajó como humilde carpintero y así fue conocido. Se hizo amigo de los pecadores e impuros que no tenían ni poder ni riquezas. Asumió el papel del esclavo lavando los pies de sus amigos(as). No tuvo ejército. Murió en una cruz fuera de la ciudad santa como un criminal y delincuente.
Este es el que celebramos como nuestro Rey y, si somos sus discípulos y discípulas, debemos aprender de Él y ser consecuentes con Él siguiendo su ejemplo.
En esta fiesta de Cristo Rey les proponemos leer y meditar un compromiso que algunos obispos hicieron el día 16 de noviembre de 1965 cuando terminaba el Concilio Vaticano II (1962-1965). Animados por Dom Helder Câmara, celebraron una misa en las Catacumbas de Santa Domitila e hicieron el “Pacto de las Catacumbas de la Iglesia sierva y pobre”. Proponían para sí mismos ideales de pobreza y sencillez, dejando sus palacios y viviendo en simples casas o apartamentos. Este documento además de ser de mucha actualidad puede alimentar nuestra esperanza y compromiso por hacer una Iglesia más fiel a Jesús lo que también es el deseo del Papa Francisco.
Pacto de las Catacumbas de la Iglesia sierva y pobre
«Nosotros, obispos, reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias de nuestra vida de pobreza según el evangelio; motivados los unos por los otros, en una iniciativa en que cada uno de nosotros quisiera evitar la excepcionalidad y la presunción; unidos a todos nuestros hermanos del episcopado; contando sobre todo con la gracia y la fuerza de Nuestro Señor Jesucristo, con la oración de los fieles y de los sacerdotes de nuestras respectivas diócesis; poniéndonos con el pensamiento y la oración ante la Trinidad, ante la Iglesia de Cristo y ante los sacerdotes y los fieles de nuestras diócesis, con humildad y con conciencia de nuestra flaqueza, pero también con toda la determinación y toda la fuerza que Dios nos quiere dar como gracia suya, nos comprometemos a lo siguiente:
- Procuraremos vivir según el modo ordinario de nuestra población, en lo que concierne a casa, alimentación, medios de locomoción y a todo lo que de ahí se sigue.
- Renunciamos para siempre a la apariencia y a la realidad de la riqueza, especialmente en el vestir (tejidos ricos, colores llamativos, insignias de material precioso). Esos signos deben ser ciertamente evangélicos: ni oro ni plata.
- No poseeremos inmuebles ni muebles, ni cuenta bancaria, etc. a nuestro nombre; y si fuera necesario tenerlos, pondremos todo a nombre de la diócesis, o de las obras sociales caritativas.
- Siempre que sea posible confiaremos la gestión financiera y material de nuestra diócesis a una comisión de laicos competentes y conscientes de su papel apostólico, en la perspectiva de ser menos administradores que pastores y apóstoles.
- Rechazamos ser llamados, oralmente o por escrito, con nombres y títulos que signifiquen grandeza y poder (Eminencia, Excelencia, Monseñor…). Preferimos ser llamados con el nombre evangélico de Padre.
- En nuestro comportamiento y en nuestras relaciones sociales evitaremos todo aquello que pueda parecer concesión de privilegios, prioridades o cualquier preferencia a los ricos y a los poderosos (ej: banquetes ofrecidos o aceptados, clases en los servicios religiosos).
- Del mismo modo, evitaremos incentivar o lisonjear la vanidad de quien sea, con vistas a recompensar o a solicitar dádivas, o por cualquier otra razón. Invitaremos a nuestros fieles a considerar sus dádivas como una participación normal en el culto, en el apostolado y en la acción social.
- Daremos todo lo que sea necesario de nuestro tiempo, reflexión, corazón, medios, etc. al servicio apostólico y pastoral de las personas y grupos trabajadores y económicamente débiles y subdesarrollados, sin que eso perjudique a otras personas y grupos de la diócesis. Apoyaremos a los laicos, religiosos, diáconos o sacerdotes que el Señor llama a evangelizar a los pobres y los trabajadores compartiendo la vida y el trabajo.
- Conscientes de las exigencias de la justicia y de la caridad, y de sus relaciones mutuas, procuraremos transformar las obras de “beneficencia” en obras sociales basadas en la caridad y en la justicia, que tengan en cuenta a todos y a todas, como un humilde servicio a los organismos públicos competentes.
- Haremos todo lo posible para que los responsables de nuestro gobierno y de nuestros servicios públicos decidan y pongan en práctica las leyes, las estructuras y las instituciones sociales necesarias a la justicia, a la igualdad y al desarrollo armónico y total de todo el hombre en todos los hombres, y, así, al advenimiento de otro orden social, nuevo, digno de los hijos del hombre y de los hijos de Dios.
- Porque la colegialidad de los obispos encuentra su más plena realización evangélica en el servicio en común a las mayorías en estado de miseria física cultural y moral ―dos tercios de la humanidad― nos comprometemos a: -participar, conforme a nuestros medios, en las inversiones urgentes de los episcopados de las naciones pobres;
- pedir juntos a nivel de los organismos internacionales, dando siempre testimonio del evangelio como lo hizo el Papa Pablo VI en las Naciones Unidas, la adopción de estructuras económicas y culturales que no fabriquen más naciones pobres en un mundo cada vez más rico, sino que permitan a las mayorías pobres salir de su miseria.
- Nos comprometemos a compartir nuestra vida, en caridad pastoral, con nuestros hermanos en Cristo, sacerdotes, religiosos y laicos, para que nuestro ministerio constituya un verdadero servicio; así:
- nos esforzaremos para “revisar nuestra vida” con ellos;
- buscaremos colaboradores que sean más animadores según el Espíritu que jefes según el mundo;
- procuraremos hacernos lo más humanamente presentes y ser acogedores;
- nos mostraremos abiertos a todos, sea cual sea su religión.
- Cuando volvamos a nuestras diócesis, daremos a conocer a nuestros diocesanos nuestra resolución, rogándoles nos ayuden con su comprensión, su colaboración y sus oraciones.
Que Dios nos ayude a ser fieles».
Firmaron:
Los padres firmantes del Pacto mantuvieron en reserva su identidad con el fin de evitar que el mismo fuera tomado como una presión indebida o un acto de soberbia con respecto a los demás participantes del Concilio. Con los años se han conocido los nombres de los participantes, aunque existen pequeñas variantes según los testimonios.
Entre los 40 firmantes del pacto estaban:
- Dom Antônio Batista Fragoso, obispo de Crateús, Ceara
- Dom Helder Camara, obispo de Recife
- Enrique Angelelli, obispo auxiliar de Córdoba
- Manuel Larraín Errázuriz, obispo de Talca, Chile
- Leonidas Eduardo Proaño Villalba, obispo de Riobamba, Ecuador
- Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca, Morelos, México