El mes la Biblia concluye en la fiesta de San Jerónimo, que dedicó gran parte de su vida para estudiar la Biblia y que, como era un gran conocedor del Latín, tradujo los libros sagrados en el idioma del pueblo para que todos puedan comprenderlos. ¡Salgamos de la ingenuidad! ¿Quién fue este gran santo?
Jerónimo estudió latín con Donato, el más famoso profesor de latín de su tiempo. Donato era pagano. Con él, Jerónimo llegó a ser un gran latinista. Además conocía muy bien el griego y otros idiomas. Él pasaba horas y días leyendo y aprendiendo de memoria a los grandes autores latinos como Cicerón y Virgilio y a los autores griegos como Homero y Platón. Él no tenía tiempo para leer libros religiosos.
Un día, Jerónimo le contó uno de sus sueños a Santa Eustaquia. Vio que se presentaba ante el trono de Jesús para ser juzgado y Él le preguntaba: «¿A qué religión perteneces? Él le respondió: «Soy cristiano – católico», y Jesús le dijo: «No es verdad». “Que borren su nombre de la lista de los cristianos católicos. No es cristiano sino pagano, porque sus lecturas son todas paganas. Tiene tiempo para leer mucho, pero no encuentra tiempo para leer las Sagradas Escrituras». Concluyó el relato diciendo que se había despertado llorando y decidió que en adelante él daría su tiempo para leer y meditar los libros sagrados. Y emocionado dijo: «Nunca más me volveré a trasnochar por leer libros paganos».
Jerónimo decidió ir al desierto para hacer penitencia por sus pecados (especialmente por su sensualidad que era muy fuerte, y por su terrible mal genio y su gran orgullo). Pero allá aunque rezaba mucho, ayunaba y pasaba noches sin dormir, no consiguió la paz. Se dio cuenta de que su temperamento no era para vivir en la soledad de un desierto deshabitado, sin tratar con nadie.
Así, comenta Jerónimo su experiencia: «En el desierto salvaje y árido, quemado por un sol tan despiadado y abrasador que asusta hasta a los que han vivido allá toda la vida, mi imaginación hacía que me pareciera estar en medio de las fiestas mundanas de Roma. En aquel destierro al que por temor al infierno yo me condené voluntariamente, sin más compañía que los escorpiones y las bestias salvajes, muchas veces me imaginaba estar en los bailes de Roma contemplando a las bailarinas. Mi rostro estaba pálido por tanto ayunar, y sin embargo los malos deseos me atormentaban noche y día. Mi alimentación era miserable y desabrida, y cualquier alimento cocinado me habría parecido un manjar exquisito, y no obstante las tentaciones de la carne me seguían atormentando. Tenía el cuerpo frío por tanto aguantar hambre y sed, mi carne estaba seca y la piel casi se me pegaba a los huesos, pasaba las noches orando y haciendo penitencia y muchas veces estuve orando desde el anochecer hasta el amanecer, y aunque todo esto hacía, las pasiones seguían atacándome sin cesar. Hasta que al fin, sintiéndome impotente ante tan grandes enemigos, me arrodillé llorando ante Jesús crucificado, bañé con mis lágrimas sus pies clavados, y le supliqué que tuviera compasión de mí, y ayudándome el Señor con su poder y misericordia, pude resultar vencedor de tan espantosos ataques de los enemigos del alma. Y yo me pregunto: si esto sucedió a uno que estaba totalmente dedicado a la oración y a la penitencia, ¿qué no les sucederá a quienes viven dedicados a comer, beber, bailar y darle a su carne todos los gustos sensuales que pide?».
Vuelto a la ciudad, los obispos de Italia, reunidos en Concilio, lo eligieron como secretario en reemplazo de San Ambrosio que se había enfermado. Los obispos se dieron cuenta de que Jerónimo era un gran sabio. Hablaba perfectamente el latín, el griego y varios idiomas más. El Papa San Dámaso, que era poeta y literato, lo nombró entonces como su secretario, encargado de redactar las cartas que el Pontífice enviaba, y más tarde le encomendó un oficio importantísimo: hacer la traducción de la S. Biblia. Jerónimo, que escribía con gran elegancia el latín, tradujo toda la S. Biblia, y esa traducción llamada «Vulgata» (o traducción hecha para el pueblo o vulgo) fue la Biblia oficial para la Iglesia Católica durante 15 siglos.
Jerónimo fue ordenado sacerdote a los 40 años. Sus altos cargos en Roma y la dureza con la cual corregía ciertos defectos de la alta clase social le trajeron envidias y rencores. Por ejemplo, él decía que las señoras ricas tenían tres manos: la derecha, la izquierda y una mano de pintura… y que a las familias ricas sólo les interesaba que sus hijas fueran hermosas como terneras, y sus hijos fuertes como potros salvajes y los papás brillantes y mantecosos, como marranos gordos… Toda la vida tuvo un modo duro de corregir, lo cual le consiguió muchos enemigos. Con razón el Papa Sixto V cuando vio un cuadro donde pintan a San Jerónimo dándose golpes de pecho con una piedra, exclamó: «¡Menos mal que te golpeaste duramente y bien arrepentido, porque si no hubiera sido por esos golpes y por ese arrepentimiento, la Iglesia nunca te habría declarado santo, porque eras muy duro en tu modo de corregir!».
Sintiéndose incomprendido y hasta calumniado en Roma, donde no aceptaban el modo fuerte que él tenía de conducir hacia la santidad a muchas mujeres que antes habían sido fiesteras y vanidosas y que ahora por sus consejos se volvían penitentes y dedicadas a la oración, dispuso alejarse de allí para siempre y se fue a vivir donde nació Jesús.
Jerónimo pasó sus últimos 35 años en una gruta, junto a la Cueva de Belén. Varias de las romanas ricas que él había convertido con sus predicaciones y consejos, vendieron sus bienes y se fueron también a Belén a seguir bajo su dirección espiritual. Con el dinero de esas señoras construyó en aquella ciudad un convento para hombres y tres para mujeres, y una casa para atender a los peregrinos que llegaban de todas partes del mundo a visitar el sitio donde nació Jesús.
Allí, Jerónimo fue redactando escritos llenos de sabiduría, que le dieron fama en todo el mundo. Con tremenda energía escribía contra los herejes que se atrevían a negar las verdades de la fe. Muchas veces se extralimitaba en sus ataques a los enemigos de la verdadera fe, pero después se arrepentía humildemente.
Se cuenta que una noche de Navidad, después de que los fieles se fueron de la gruta de Belén, el santo se quedó allí solo rezando y le pareció que el Niño Jesús le decía: «Jerónimo ¿qué me vas a regalar en mi cumpleaños?». Él respondió: «Señor te regalo mi salud, mi fama, mi honor, para que dispongas de todo como mejor te parezca». El Niño Jesús añadió: «¿Y ya no me regalas nada más?». “Oh mi amado Salvador, exclamó el anciano, por Ti repartí ya mis bienes entre los pobres. Por Ti he dedicado mi tiempo a estudiar las Sagradas Escrituras… ¿qué más te puedo regalar? Si quisieras, te daría mi cuerpo para que lo quemaras en una hoguera y así poder desgastarme todo por Ti». El Divino Niño le dijo: «Jerónimo: regálame tus pecados para perdonártelos». El santo al oír esto se echó a llorar de emoción y exclamaba: «¡Loco tienes que estar de amor, cuando me pides esto!». Y se dio cuenta de que lo que más deseaba Dios que le ofrezcamos los pecadores es un corazón humillado y arrepentido, que le pide perdón por las faltas cometidas.
El 30 de septiembre del año 420, cuando ya Jerónimo parecía más una sombra que un ser viviente, se entregó a Dios para ir a recibir el premio de sus fatigas. Fue nombrado Patrono de todos los que en el mundo se dedican a hacer entender y amar más las Sagradas Escrituras.
ACI Prensa, Biografía De San Jerónimo