Escrito por Bertrand Roy p.m.é, Laval, Canadá
“Vivir la misión es aventurarse a desarrollar los propios sentimientos de Cristo Jesús y creer con él que, quien está a mi lado es también mi hermano y mi hermana». Así concluye el Papa Francisco su mensaje para la Jornada Mundial de los Misioneros 2021. Esta aventura de la misión no es otra que la fe del discípulo que se verifica en su vida y en su acción: compartir la vida de Cristo Jesús y creer con él en esta hermandad universal que une a los que están más cerca de nosotros y a los que están más lejos.
Porque la aventura de la misión puede llevar muy lejos. Ella puede llevarnos hasta a los confines del mundo al encuentro de unos desconocidos que se convierten en nuestros cercanos. Esta aventura nos lleva sobre todo más allá de nosotros mismos. En efecto, el encuentro con el amor de Dios, revelado en la vida filial de Jesús, abre un horizonte fraterno donde descubrimos quiénes somos realmente: todos hermanos y hermanas.
Un movimiento que va más allá de la Iglesia
La misión de la Iglesia se inscribe en su movimiento de amor filial y fraterno que la precede y la supera, que la juzga y la renueva. Este movimiento es la misión de Dios para una vida humana en plenitud para todos. Este movimiento, más grande y ancho que la Iglesia y sus obras, desafía todo lo que excluye y deshumaniza, incluso en la Iglesia.
«Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando permitimos que Dios nos lleve más allá de nosotros mismos para que lleguemos a nuestro ser más verdadero. Ahí está la fuente de la acción evangelizadora”, escribe también el Papa Francisco. Citando a los obispos latinoamericanos reunidos en Aparecida en Brasil en 2007, él describe así este movimiento de misión: “Cuando la Iglesia llama al compromiso evangelizador, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de la realización personal:“ Descubrimos así otra ley profunda de la realidad: que la vida se obtiene y madura en la medida en que se entrega para dar vida a los demás. Ésta es, en definitiva, la misión «(Documento de Aparecida, n. 360)” (Francisco, La alegría del Evangelio, 8 , 10).

Un servicio gratuito
Esta visión de la misión nada tiene que ver con el espíritu de la cruzada o con la propaganda religiosa, todo lo contrario. Más que una actividad o que defender una causa, la misión es la vida recibida y entregada gratuitamente a la manera de la vida de Jesús. Ésta es la razón de ser de la Iglesia, no existe para sí misma, sino para ser enviada a otros.
Animada por el Espíritu de Resucitado, la Iglesia está llamada a ponerse al servicio de toda la humanidad en busca de la justicia, la paz, de una vida en plenitud dando frutos en el amor. Sin conquista, sin proselitismo, la misión, por tanto, no pretende ampliar su propia comunidad, añadiendo nuevos miembros o ampliando su radio de influencia. Ella es un servicio gratuito que la Iglesia está llamada a prestar a la humanidad, una aventura de fe que se verifica en la caridad y la alegría compartidas según las Bienaventuranzas.
Este punto de vista da testimonio de una evolución importante en la teología de la misión. En efecto, la comprensión de la misión cristiana ha evolucionado mucho a lo largo de la historia. Un punto de inflexión en este sentido es la afirmación del Concilio Vaticano II: «La Iglesia, durante su peregrinaje en la tierra, es misionera por su propia naturaleza, ya que ella misma tiene su origen de la misión del hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre.
Este propósito brota del amor en su fuente, es decir, de la caridad del Padre». Y añade el Concilio que este proyecto de Dios es «llamar a los seres humanos a participar de su vida… y constituirlos en pueblo» (Concilio Vaticano II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, 2).
Esta afirmación del Vaticano II es fundamental. La misión no es una actividad particular de la Iglesia confiada a unos pocos creyentes audaces y generosos, como se ha imaginado durante mucho tiempo. Es ese gran movimiento de amor trinitario que precede y supera a la Iglesia para abrazar a toda la humanidad e invitarla a vivir la aventura de la fe para una vida en plenitud.
Las «idas y venidas de la fe»
En los relatos bíblicos, esta aventura de fe se expresa de manera privilegiada en las imágenes del camino, el camino a recorrer y a peregrinación. Ir y venir, salir y entrar, partir y quedarse: estos verbos se utilizan a menudo para describir la fe en acción. Los verbos de acción más comunes en la Biblia son los verbos «ir» (2,242 veces) y venir (2,109 veces). Más que un significado geográfico, estos verbos evocan las «idas y venidas» de un pueblo que descubre la fidelidad de Dios en la alegría del éxodo o en las lágrimas del exilio.
Este «ir y venir» anuncia el movimiento de la misión al servicio del Evangelio donde la Iglesia se forma y reforma en el encuentro con los demás. En palabras del ex arzobispo de Argel, Mons. Henri Tessier: «El corazón de la misión se encuentra en este lugar espiritual donde, profesando el amor de Dios manifiesto en Jesucristo, la Iglesia se compromete y compromete a los demás a vivir su verdadera vocación humana entrando en el orden del amor » (Henri Tessier, la mission de l’ Eglise, 1985, p.215).
Entra en la orden del amor
En cada época de su historia y en cada lugar de su re-unión como pueblo, la Iglesia se esfuerza por ser signo de ese orden de amor, donde la vida ofrecida para dar vida a los demás, revela el verdadero rostro de Dios, como lo hizo Jesús. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn. 10,10). Desde esta perspectiva, la aventura de la misión, o la entrada en el orden del amor, no es saber qué hacer, sino ante todo, buscar lo que Dios hace hoy, para ser testigos de su bondad que siempre da los primeros pasos.
Para reconocer las iniciativas de esta bondad de Dios, para discernir la acción de su Espíritu en un mundo en profundo cambio, la teología de la misión debe utilizar hoy un doble criterio: el grito de los pobres excluidos de la mesa común y el grito de la creación de cara a todo lo que amenaza nuestra casa común. Es así como la aventura de la misión nos puede llevar muy lejos, si aprendemos a escuchar estos gritos que nos interpelan. Sobre todo, ella puede llevarnos más allá de nosotros mismos, si colaboramos con cualquier persona de buena voluntad para que la vida se comparta en abundancia con los y las a quienes Jesús llama sus hermanas y hermanos, desde los más lejanos hasta los más cercanos, hasta ustedes que lee estas líneas.